17 de julio de 2008

El Apremio

Pugnaba por adentrarse en mí. No de otra manera entendía la agonía de su incesante seguimiento. Ese arrastrar los zapa­tos siempre en el límite del desespero.

Me descubrió una noche. Caminaba presurosa hacia el lugar de habitación alerta ante un posible salteador. Súbitamente es­cuché, muy cerca, que alguien avanzaba raudo. Volteé a mirar pero una calle vacía de posibles transeúntes o perros callejeros se extendía a mis espaldas. Apuré el paso inculpando a la ago­tadora jornada vivida durante el día. Y las pisadas sonaron nue­vamente.

Los días subsiguientes advertí que alguien rozaba suavemen­te mis piernas con sus manos o que la hoja en que escribía se quebraba incomprensiblemente en los bordes. Incluso la falda se encogía dejando al descubierto las piernas a la altura de los muslos.

Empecé a interpretar que todo aquello se hallaba ligado a una presencia interesada en darme a conocer una inquietud, un deseo. Procuré entonces comunicarme a través de un breve pensamiento, una lacónica nota, de lanzar al aire un corto y claro mensaje.

A menudo el acoso incidía negativamente en mi estado de ánimo. ¿Cómo escapar de él cuando cambiaba de ropa o pasaba a la ducha? En la oscuridad se movía con dificultad como si la ausencia de la luz hiciera lerdos sus desplazamientos. Para faci­litar su acceso dejaba una lámpara encendida y en noches de luna llena descorría la cortina para que su resplandor se posara sobre la cama.

No conocía si era portador de otros sentimientos, virtudes o defectos, la única valoración constatable tenía que ver con su afán de permanecer a mi lado.

Se convertía en una obsesión alcanzar algún tipo de comu­nicación. Frecuenté iglesias intuyendo que en ellas sintonizaría su existencia. Caminaba los fines de semana por campestres caminos. O me introducía en el lecho dejando navegar en el aire una fuga, un minueto, una sonata, un aria o una sinfonía buscando el terreno que permitiera la materialización de su mensaje.

La ansiedad aumentaba. Además tenía dificultades para con­ciliar el sueño: sabía que aprovechaba la quietud de la noche para acercarse a mí. Algo empezó — de repente, a interponerse entre nosotros. Su respiración y el calor que despedía desapa­recieron. Como un cristal inherente a su nueva condición.

Dormía una siesta en la oficina —transcurría el primer año— — cuando sentí que una tímida luz atravesaba una planicie, un paraje visto anteriormente o intuido durante la infancia. Nada dijo en palabras. Percibí sí que entre su entrecortada misiva — ausente de palabras o signos convencionales — una alegría infi­nita se traslucía. "Hace mucho tiempo camino en pos de usted. Busco su corazón".

En este instante la comunicación había cesado bruscamente. A continuación una inmensa explosión de pálidas luces cubría la planicie. Hondamente afligida volví en mí. Desde entonces no sé nada de él.
Hugo Ardila Ariza

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