Pugnaba por adentrarse en mí. No de otra manera entendía la agonía de su incesante seguimiento. Ese arrastrar los zapatos siempre en el límite del desespero.
Me descubrió una noche. Caminaba presurosa hacia el lugar de habitación alerta ante un posible salteador. Súbitamente escuché, muy cerca, que alguien avanzaba raudo. Volteé a mirar pero una calle vacía de posibles transeúntes o perros callejeros se extendía a mis espaldas. Apuré el paso inculpando a la agotadora jornada vivida durante el día. Y las pisadas sonaron nuevamente.
Los días subsiguientes advertí que alguien rozaba suavemente mis piernas con sus manos o que la hoja en que escribía se quebraba incomprensiblemente en los bordes. Incluso la falda se encogía dejando al descubierto las piernas a la altura de los muslos.
Empecé a interpretar que todo aquello se hallaba ligado a una presencia interesada en darme a conocer una inquietud, un deseo. Procuré entonces comunicarme a través de un breve pensamiento, una lacónica nota, de lanzar al aire un corto y claro mensaje.
A menudo el acoso incidía negativamente en mi estado de ánimo. ¿Cómo escapar de él cuando cambiaba de ropa o pasaba a la ducha? En la oscuridad se movía con dificultad como si la ausencia de la luz hiciera lerdos sus desplazamientos. Para facilitar su acceso dejaba una lámpara encendida y en noches de luna llena descorría la cortina para que su resplandor se posara sobre la cama.
No conocía si era portador de otros sentimientos, virtudes o defectos, la única valoración constatable tenía que ver con su afán de permanecer a mi lado.
Se convertía en una obsesión alcanzar algún tipo de comunicación. Frecuenté iglesias intuyendo que en ellas sintonizaría su existencia. Caminaba los fines de semana por campestres caminos. O me introducía en el lecho dejando navegar en el aire una fuga, un minueto, una sonata, un aria o una sinfonía buscando el terreno que permitiera la materialización de su mensaje.
La ansiedad aumentaba. Además tenía dificultades para conciliar el sueño: sabía que aprovechaba la quietud de la noche para acercarse a mí. Algo empezó — de repente, a interponerse entre nosotros. Su respiración y el calor que despedía desaparecieron. Como un cristal inherente a su nueva condición.
Dormía una siesta en la oficina —transcurría el primer año— — cuando sentí que una tímida luz atravesaba una planicie, un paraje visto anteriormente o intuido durante la infancia. Nada dijo en palabras. Percibí sí que entre su entrecortada misiva — ausente de palabras o signos convencionales — una alegría infinita se traslucía. "Hace mucho tiempo camino en pos de usted. Busco su corazón".
En este instante la comunicación había cesado bruscamente. A continuación una inmensa explosión de pálidas luces cubría la planicie. Hondamente afligida volví en mí. Desde entonces no sé nada de él.
Hugo Ardila Ariza
No hay comentarios:
Publicar un comentario