13 de julio de 2008

La tienda de Harvey

In memorian
Era la primera edificación al comienzo de nuestra ciudadela de Santo Domingo. Harvey, su propietario, era hombre parco, tenía bigote y contaba treinta y dos años. Su mujer era menudita, blanca, ojos claros y le acompañaba una sonrisa lejana, casi triste. Tenían dos hijos de escasa edad y sus rostros dejaban ver cierta desnutrición.

Al comienzo llegaba hasta allí, y dejándome caer sobre una banca de madera, pedía una cerveza. Cierta noche me aventuré a llevar un cassette de Silvio. Ella lo colocó y al concluir advirtió que le agradaba mucho. Hacia las nueve arribaron varios hombres procedentes de Cali, intelectuales de los tantos que aparecían. Intimamos rápidamente. Desde entonces, cada noche nos reuníamos a departir en torno a la música o a los recuerdos. Ella escuchaba en silencio la conversación.

A la media noche abandonaba, ya embriagado, el sitio. Incluso Harvey me saludaba con cierto cariño. Cuando cancelaba la cuenta aprovechaba para tocar la punta de sus dedos y ella aceptaba sin renuencia.

Un día Harvey se ausentó para ir a comprar la remesa del mes. Como cada vez llegaba más visitantes, los productos escaseaban con rapidez y Harvey no quería perder clientes.

Llegué al sitio en compañía de mis contertulios y noté que el hombre no estaba.

¿Y Harvey? —pregunté.
Viajó, debe estar por llegar.

Pero, al rato ella fue llamada a la oficina de Telecom: era su marido que le informaba que no había alcanzado a tomar el bus de regreso; a primera hora del día siguiente estaría allí. Así se lo contó a una de las hijas de doña Luz que bajó a comprar un kilo de sal. Por la musica del trópico navegamos esa noche, no quise beber licor, me contenté con tomar gaseosa moderadamcnte. Ella por el contrario bebió con cierta premura. Entonces me atreví a pasarle un papelito: "Quisiera hacer el amor contigo". Su rostro no cambió de actitud. Partí hacia mi cambuche y cuando la música se apagó y las luces de la tienda tam­bién, me deslicé en la oscuridad y penetré por la parte tra­sera al lote en el cual estaba ubicada su casa. Un animal pequeño, que no era un ratón, saltó sobre una de mis botas. Todo estaba oscuro, una tímida luna gobernaba cierto trecho de la montaña. Entonces di un paso en falso y caí justo sobre un pequeño charco de barro ubicado cerca al lavadero, una olla de metal sonó brevemente. En frente de la puerta estuve un momento. A lo lejos los perros echaron a ladrar. Avancé hacia su rectángulo y con cuidado empujé la puerta que cedió dócil. El chorro de luz de una veladora lanzaba destellos agónicos y pude ver a un costado una pequeña cama en la que plácidamente dormían los niños, al fondo unas cajas y sobre el otro costado su cuerpo vencido bocabajo. Permanecí un momento contemplando aquella conmovedora escena. Entonces me acerqué y suavemente llevé mi mano hacia sus cabellos. Estaba dormida. Un fuerte olor a orín de bebé con loción modesta reinaban en aquel sitio. Como pude me acomodé a su lado, uno de los niños balbuceó entre sueños algún mensaje extraño y acaricié su espalda y sus piernas. Lentamente emergió del sueño, entreabrió los ojos con placer y musitó quedo: "Ven, quítame la ropa".
Hugo Ardila Ariza
Bogotá, Julio de 1998

No hay comentarios: