13 de julio de 2008

La pulga y la religiosa

Una monja de la comunidad Carmelita se desplazaba hacia la librería en la cual trabaja. Sobre su hombro izquierdo llevaba un maletín de cuero negro que contenía una Biblia en edición de lujo y elementos de aseo personal. En su cerebro las palabras de San Pablo, musicalizadas por ella, se dejaban oír:

Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser metal que resuena, o címbalo que retiñe.

De repente un agudo pinchazo en su ingle izquierda le asalta. Con moderación se rasca, justo sobre el lugar del que emerge el ardor, pero aumenta tanto éste que decide, sin ambigüedad, contrarrestarlo; por lo que públicamente se rasca sin reato alguno. "Es una pulga de Nuestro Señor", pensó para sí, pero igualmente hubiese podido decir: "Es una pulga de Lucifer".

Apresurada alcanzó la puerta de la librería. "Buenas, buenas" dijo a las dependientas del establecimiento que se encontraban limpiando el polvo de los estantes. Sin mayor mediación se dirigió al baño tras cuya puerta se ocultó.

"La hermana viene con algún malestar estomacal, o alguna otra emergencia fisiológica" especuló seriamente una de ellas. Las otras sonrieron ingenuamente.

Ya dentro y uno tras otro separó los botones de los ojales, hasta que brotó a la luz una fina combinación de seda que le enviara su hermana menor residente en Los Ángeles y desposada con un ciudadano libanés. Levantándola hasta el plexo solar indagó en su ingle izquierda para determinar si era un sarpullido o, si por el contrario, se trata­ba de una pulga.

Allí estaban los inconfundibles círculos rojos de aquéllas: no cabía duda, el insecto se había escondido en su vello púbico. Husmeó veloz e imparcialmente en su interior pero sólo descubrió que efectivamente las picaduras eran más recientes. Sin embargo, la pulga había huído de allí.

En el fondo de sí una remota emoción se dejó sentir: el recuerdo de la adolescencia con el descubrimiento del propio cuerpo y el placer que concitaba su tacto le alegraron. Quiso repetir lo que tantas veces hizo en el pasado, pero la conciencia de la penitencia que debería luego asumir la inundó.

Por eso se abrochó prontamente el hábito y santiguándose ofreció a Dios el sufrimiento que durante el día la pulga produciría en su cuer­po. La puerta se abrió ante ella.

Hugo Ardila Ariza
Bogotá, julio 4 de 1997

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